En
un pequeño pueblo pesquero de la costa mexicana, donde los cantos y la memoria resonaban en borracheras y en atardeceres de guitarras e historias, conocí a un hombre de largo sombrero y flaqueza absoluta, que barría los caminos que no servían más que para que largos tacones no se olvidaran de
su bienestar, nada conocía de ese mundo vil y peligroso, nada conocía de lujos
y menos de copetines y platos sofisticados.En sus ojos cristalinos, mostraba un mundo mágico; yo vi el misterio, como quien mira el cielo sin luna con mil estrellas resplandeciendo en el horizonte, dejando un perfume que quedará por siempre; sin tiempo ni gloria, con el aroma de la selva y la sabiduría de la tradición que a cada paso que avanza deja una huella infinita en el corazón del que lo recibe.
